El reloj marcaba las nueve menos cuarto cuando Alberto terminaba el último informe del día. Realizó varios ejercicios de estiramientos para desentumecer sus cansados músculos y recogió de su escritorio todos los utensilios utilizados en su jornada laboral. Mientras cerraba la puerta de su despacho con llave Alberto pensaba en lo cansado que se encontraba. Tres días seguidos de reuniones desde primera hora de la mañana hasta bien entrada la noche, cosa habitual en su trabajo. Invertía en bolsa o bróker como le gustaba hacerse llamar a sus compañeros de profesión tan fanáticos y lameculos de los americanos como eran.
En los últimos años necesitaba muy a menudo acostarse temprano y no es porque le desagradaran las reuniones nocturnas donde corría el alcohol y solía haber buena compañía femenina pagada del bolsillo de los jefes pero ya tenía 60 años y los vicios y los excesos de su juventud le pasaban factura. Tres operaciones de rodilla y dos intervenciones por infarto finalizaban una larga lista de sucesos y enfermedades. Sospechaba que la lista se ampliaría con el paso del tiempo.
La vida le había ido bien, con sus rachas buenas y malas, pero en general no tenía muchas cosas por las que arrepentirse. Inició la vuelta a casa por el camino habitual, cruzó el viejo puente de hierro construido en conmemoración a unos soldados combatientes de una guerra de la que no tenía ningún interés , recorrió el parque en el cuál paseaba durante los pocos sábados libres que su jefe le tenía a bien concederle. Giró por el antiguo barrio obrero, antaño rebosante de infraestructura bélica y fábricas textiles y ahora después de una década sin una guerra a escala aceptable la mayoría de los dueños optaron por dar un giro a sus negocios hacia prados más beneficiosos para sus bolsillos. Actualmente el barrio rebosaba de tiendas de alimentación, las tiendas de ropa sobrevivientes a las tres caídas de la economía no solo en el país sino en el resto de países del mundo competían por quién lideraría la venta de alta costura y en alguna que otra esquina podías encontrar tiendas especializadas de algún tipo, desde licorerías selectas con una amplia gama de alcohol de importación del cual Alberto era muy dado hasta pequeñas asociaciones de artesanos.
Alberto vivía en un ático de tamaño medio, amueblado actualmente con un estilo sobrio de soltero aunque los muebles sufrieron cambios por cada amante que entraba en su vida y otro cambio a su salida. Divisó la entrada a su edificio a unos 500 metros. Las luces de las farolas iluminaban la calle, se escuchaban voces de los tenderos al cerrar sus negocios y se sentía una gélida aunque casi inexistente brisa. Rebuscó tranquilamente en el bolsillo derecho de su americana hasta que dio con un manojo de llaves, abrió la puerta principal del edificio y subió las escaleras saludando previamente a Carlos, el conserje. No tenía muchos amigos que le visitasen ya sea porque vivían muy lejos o simplemente no se encontraban entre los vivos.
Cada vez más le costaba subir las escaleras, cinco pisos eran toda una odisea con el estado en el que se encontraban sus rodillas. Muchas veces consideró mudarse pero no encontraba en la ciudad ningún piso como el suyo, la intimidad y las vistas que poseía eran todo un privilegio. Se anotó mentalmente sacar a relucir el tema de la compra de un ascensor en la próxima reunión de propietarios.
Entró en el ático, depositó el contenido de los bolsillos en el mueble del recibidor y se dirigió con paso decidido a la cocina. Colocó una cafetera sobre la vitrocerámica y la encendió justo después mientras esperaba oír el burbujeo indicador de que su café estaba listo se desvistió en su habitación cambiando su caro traje por un chándal de la tienda situada debajo de su casa. Dos pares treinta euros, un buen negocio. Regresó a la cocina justo a tiempo para apartar del fuego la cafetera impidiendo que el café se quemara. Se sirvió una taza y encendió la televisión del comedor desde donde se encontraba con el mando a distancia. Qué hacia el mando en la cocina era algo que no recordaba.
En la televisión acababa de empezar un programa de esos del corazón, cinco supuestos periodistas se gritaban unos a otros acusándose de alguna exclusiva robada o simplemente satisfacían una necesidad de hacerse notar. El sonido estaba demasiado alto, Alberto se extraño pues nunca lo elevaba tanto, volvió a coger el mando y pulso el botón pero no hubo una disminución de los gritos procedentes del salón- el mando sin pilas en el momento justo- pensó Alberto dirigiéndose al salón.
Entró a la habitación conjunta y se paró en seco. No estaba solo, mirándolo fijamente y sentado enfrente de él se encontraba una figura que reconoció de inmediato pero antes de poder articular cualquier sonido dos disparos amortiguados por una acusación a gritos de drogadicción proveniente de la televisión arrancaron el último suspiro de sus labios antes de caer pesadamente sobre el suelo. La extraña figura se levantó, y salió del ático sigilosamente pero no antes de registrarlo a conciencia.
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